La asaltó y a los días volvió para devolverle el dinero: “¿Ahora somos amigos, tía?”
Días después de encañonarla, el ladrón regresó con los $3.000 y la promesa de cambiar; Sonia lo perdonó, sin romantizar nada.
En el mapa de los delitos, esta historia cabría en una línea mínima: un robo con amenaza, botín exiguo, fuga del autor. Pero en Quinta Placilla, comuna de Placilla (Región de Valparaíso), el guion dio un giro raro y luminoso. Sonia González, dueña de un pequeño almacén del barrio, fue encañonada a comienzos de mes por un joven que irrumpió pidiendo “la plata”. Se llevó $3.000 pesos y dejó, como suele ocurrir, miedo y rabia mezclados en el mostrador.
El arma —una pistola a fogueo— bastó para el susto, no para la derrota. Sonia, que asegura haberlo visto antes merodeando el sector, lo encaró incluso en medio del pánico: “Si pasai por aquí de nuevo, te pego un puño; quedaste grabado y sé que tú me robaste”. El ladrón escapó, y la crónica habría terminado ahí, con la dueña revisando cámaras y cambiando rutinas.
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Pero a los pocos días, el mismo joven volvió al almacén. No traía la boca llena de amenazas ni la mano en el bolsillo: venía con los $3.000 y una frase que no suele escucharse tras un asalto. “Señora, le vengo a dejar la plata. Antes andaba en la mala, metido en cosas malas, pero quiero cambiar”, contó Sonia a El Líder de San Antonio.
La escena, breve y desarmada, la desconcertó. “Me dio pena, porque estaba arrepentido. Uno no puede vivir con odio”, dice. Le devolvió la palabra que el primer día fue un grito de defensa y ahora se volvió un puente: perdón. “Le dije: ‘ya, ahora sí estamos bien’”, recuerda, y él respondió con una pregunta que es casi un gesto de infancia: “¿Ahora somos amigos, tía?”. “Sí, estamos bien”, zanjó ella.
El muchacho alcanzó a ofrecer ayudar en el negocio. Sonia lo agradeció, pero no aceptó. Prefirió otra clase de empujón: “Le dije que se enderece, que busque un trabajo honrado”. Tal vez no sea una solución, pero sí una oportunidad: poner una semilla de futuro donde antes solo había ruido.
No es frecuente que una crónica policial termine con una mano tendida. Tampoco desarma la realidad: hubo un delito, hubo una amenaza, hubo miedo. Lo extraño aquí no es negarlo, sino mirar el final por un instante: un joven que devuelve y pide disculpas, una dueña que perdona sin romantizar nada. En tiempos donde todo aumenta —la desconfianza, la dureza, el cansancio— esta historia deja, al menos, una fotografía distinta: un almacén de barrio, tres mil pesos sobre el mesón y una pregunta que suena a segunda oportunidad.