«La Mula»: Clint Eastwood y las lecciones de un viejo mañoso
Con 88 años, el director regresa con una fábula sobre el envejecimiento, el sentido de misión y qué significa ser hombre en un mundo cada vez más diverso, pero igual de hostil.
Después de una seguidilla de biográficas arengas a la milicia norteamericana -las correctas "American Sniper" y "Sully" y la excesiva "15:17 Tren a Paris"-, el viejo Clint Eastwood ha vuelto, en forma de director y protagonista con el personaje que mejor le está quedando: el octogenario que se construye a sí mismo a partir de glorias pasadas y que no entiende del todo en qué clase de mundo le toca (terminar de) vivir.
Son viejos de pueblos perdidos y atrasados del Medio Oeste, como Walt Kowalski de "Gran Torino", incapaces de demostrar sentimientos y que sin embargo los rebosan. ¿Y por qué le quedan como un traje tan a la medida? Porque acaso no hay mayor modelo de masculinidad del siglo XX en el cine occidental que él. Y porque detrás de la leyenda que hace 40 o 50 años estelarizó spaghetti westerns y a Harry el Sucio siempre apuntando con una pistola contra alguien, hay un creador sensible y, a estas alturas, sabio. Al punto que uno no sólo le perdona, sino que le entiende esa sensibilidad que tantos otros principiantes se autootorgan muy sueltos de cuerpo como "incorrección política".
En "La Mula", Eastwood encarna a Earl Stone, de 90 años, veterano de la Guerra de Corea –al igual que su primo hermano moral de "Gran Torino"- que tras perder su vieja casa y su pequeño negocio de plantación de lirios a manos de la venta directa por internet –uno de los villanos invisibles de la historia- y ser rechazado por su exesposa y su hija, acepta una oferta para, con insólita valentía para su edad, ser transportador de droga para un cartel mexicano con el único bien que le queda: su destartalada camioneta Ford, otro guiño eastwoodiano a la vieja Norteamérica y a la vieja masculinidad, que pronto será reemplazada por una moderna 4×4 a medida que Earl comienza a ganar dinero a manos llenas junto a la confianza de los irrespetuosos narcos mexicanos que lo tratan de "Tata", y que funcionan como la versión siglo XXI de los cowboys que la propia estampa de Eastwood inmortalizó.
Se trata de un personaje escasamente "privilegiado". Uno que, anciano y completamente abandonado, descubre que, como en sus mejores tiempos, tiene una misión y la acepta, más allá de quererla o no, más allá de que sea correcta o no, simplemente porque ese es su rol en la vida. Aceptar lo que le toca y hacerlo lo mejor posible. Sin duda un hombre de otra época: no sabe usar los teléfonos celulares, entiende a medias el fenómeno de la inmigración y se adapta rápido a los violentos códigos de sus nuevos socios.
Tampoco entiende mucho a las mujeres, ni ellas lo comprenden a él, al punto que parecen verdaderas máquinas de juzgar a un hombre que, según él, lo único que hizo en su vida fue luchar y trabajar para ganarse el sustento y dedicarse a plantar lirios hasta el final de sus días "porque sólo duran un día y luego se marchitan", acaso el destino humano por excelencia. Sin embargo es su nieta, una mujer quizás tan siglo XXI la que es capaz de venir de vuelta de las frustraciones y resentimientos de sus antecesoras, quien adora a su abuelo y es capaz de ver en él la dedicación y la ternura que nadie más ve.
Mientras todo esto pasa, la justicia, encarnada por un burócrata Laurence Fishburne hambriento de “arrestos” para justificar su gestión, complica la labor de su subalterno Colin Bates (Bradley Cooper) -acaso el verdadero héroe de esta historia en el sentido más puro-, de desarticular el cartel y, de paso, acabar con la eficiente labor del "Tata", un hombre que, pese a involucrarse con los malos, tiene la solvencia moral para darle más de una lección sobre las cosas que verdaderamente importan.
Y así es como, más vale tarde que nunca, un hombre puede llegar a descubrir que –quizás, en una de esas- no estaba obligado a nada de lo que suponía. Tal vez por eso mismo Clint Eastwood, como algún crítico furioso pudiera esperar de él, no caricaturiza sino que más bien empatiza con todos los representantes de "lo distinto", como el ambiguo soplón del cartel que ayuda a Bates, el club de lesbianas motorizadas, el desesperado “negro” (al cual Earl hasta le dice la palabra prohibida en Estados Unidos) que no sabe cambiar un neumático y, con tal de sacar del embrollo a su mujer y a su hija, trata de descubrir cómo hacerlo, era que no, metiéndose a Google.
Tras un final un poco moralizante pero inevitable –dado que se trata de una historia inspirada en un hecho real-, el viejo Clint nos recuerda que las fábulas de buenos y malos son necesarias para comprenderse a uno mismo, comprender al otro –qué ejercicio tan difícil de asumir en una época donde en el griterío de redes sociales todos tienen la razón absoluta y "el que no piensa como yo es el malo"- y que los viejos mañosos siguen ahí porque pueden enseñarnos alguna lección antes de que la terminemos aprendiendo por las malas.
Eastwood, a diferencia del "cancelado" Woody Allen, no necesita sentirse más intelectual de lo que es. Porque él es un hombre blanco occidental, con todo lo bueno y lo terrible que eso significa.